The Omen es uno de los hitos que marcaron los nuevos caminos que seguiría el cine de terror en los años setenta tras la estela marcada por La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968, Roman Polanski) y continuada con éxito por The Exorcist renovando el género en el sentido de dotarlo de un enfoque más mainstream, con grandes presupuestos, alguna estrella de relumbrón y directores habitualmente alejados del género; obras claramente enmarcadas en la estrategia de mercado de las grandes productoras, centrada en atraer de nuevo al público a las salas tras la pérdida del favor de éste por parte del género, que ocasionó, entre otras cosas, la caída en desgracia de Hammer Films. Este tipo de productos intenta dotar así al género de terror de un carácter más supuestamente adulto, más serio, dicho esto en el peor sentido de la palabra, apreciación no obstante que no pretende ni mucho menos ser ofensiva sino definitoria.
Argumento
La mujer de un diplomático americano en Roma pierde a su hijo al nacer. Su marido, siendo consciente del duro golpe que significará para su esposa, decide adoptar en secreto a otro niño huérfano, nacido al mismo tiempo y haciéndole pasar como su verdadero hijo.
Ficha Técnica
Pais: USA.
Año: 1976
Duración: 111 min.
Dirección: Richard Donner
Guión: David Seltzer
Intérpretes: Gregory Peck, Lee Remick, David Warner, Billie Whitelaw, Harvey Stephens, Patrick Troughton, Martin Benson, Leo McKern (Carl Bugenhagen), Robert Rietty, Tommy Duggan, Holly Palance
Richard Donner, artesano siempre correcto pero nunca extraordinario, quien ha llevado la moderación a la categoría de estilo, entra aquí de lleno en el mundo del cine desde una amplia experiencia en la televisión (salvo anecdóticas excepciones hasta esa fecha), sólo superando ligeramente las barreras que separan tan diferentes formatos, cosa que nunca haría con desparpajo pese a los siempre eficaces resultados de su filmografía. Esa austeridad estilística se muestra incapaz de sacarle todo el jugo a una historia que desde un punto de vista narrativo y actoral (Gregory Peck desaprovechado) posee mayor potencial del que Donner consigue hacer aflorar; sólo David Warner, a quien la contención aquí beneficia, está a la altura. Es precisamente ese estilo de Donner el que se recrea en un empaque formal no de género, buscando atraer a un público no fanático a las salas; hacia un género que, ya en los primeros años de la década de los setenta, atravesaba dos circunstancias determinantes para su desarrollo posterior; por un lado había perdido fuelle y atractivo ante el público tras la decadencia a la que se vio abocado con los últimos estertores de la productora Hammer; y por otro, buscaba nuevos caminos a seguir en el futuro, con La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968, George A. Romero) como paradigma.
Correcta y eficaz pero en general ausente de sugerencia, sólo una única escena consigue recrear convenientemente cierta atmósfera: hablamos del pasaje en el cementerio, donde varios perros Rotweiller acosan a Gregory Peck y a David Warner; el resto, de una intachable homogeneidad narrativa y estilística, aunque de bajo perfil, sin altibajos, pero también sin esas necesarias cumbres que consigan hacernos sentir una emoción plena, a excepción del pasaje mencionado.
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